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...los tiempos actuales constituyen un trascendental parteaguas en la historia de la humanidad, la cual se encamina con firme impulso a una planetaria Época Sagrada. Convendría sin embargo precisar un último punto, referente a que la multicitada sacralidad del futuro que se avecina no se traducirá tan sólo en el incremento de poderosos rituales y solemnes ceremonias, sino que también se pondrá de manifiesto en todas las actividades de la vida ordinaria, pues es precisamente esta característica —la sacralización de la vida cotidiana— la que en realidad constituye la peculiaridad distintiva de las etapas Sagradas de todas las culturas.

Quizás el mejor ejemplo que podría darse respecto a lo que significa el poder alcanzar el nivel sagrado en cualquier actividad, lo constituiría un hecho del cual fue testigo presencial el autor de estas líneas.

El suceso en cuestión ocurrió al amanecer del lunes 2 de septiembre de 1968, en la casa donde moraba Regina en ese entonces y que constituía el cuartel central de quienes laboraban incansablemente por despertar a México. A pesar de lo temprano de la hora, imperaba un incesante movimiento en la citada casa. Eran los días previos a la gran Manifestación del Silencio y había que coordinar incontables acciones. A la casa llegó una joven pareja con un problema que no tenía nada que ver con la proyectada manifestación. Integraban la pareja el doctor Javier Gallardo Fuentes y la señora Yolanda Castillo de Gallardo, la cual era dirigente del centro de mexicanidad que operaba en la Colonia del Valle, de la Ciudad de México. La total y entusiasta entrega con que Yolanda participaba en el movimiento había sido causa de serios disgustos con su marido, quien se oponía rotundamente a que su esposa estuviese involucrada en cuestiones que a él le resultaban del todo incomprensibles. Para complicar aún más las cosas, Yolanda se vio afectada por una grave crisis biliar. En el prestigiado sanatorio particular en donde trabajaba su esposo le hicieron los correspondientes estudios, mismos que revelaron que la joven tenía cálculos en la vesícula, los cuales, a criterio de los doctores, requerían una inmediata intervención quirúrgica.

Yolanda consultó su caso con don Rafael, supremo guardián de la tradición zapoteca y excelente curandero, quien externó una opinión contraria a la de los galenos. A su juicio, un tratamiento con diferentes tés disolvería las piedras formadas en la vesícula. La joven optó por la cura a base de hierbas, no sólo porque ésta era indolora, sino principalmente porque así evitaría una forzada reclusión en cama justo en los días en que el movimiento se aproximaba a su etapa decisiva. El método curativo prescrito por don Rafael cumplía una escasa semana de aplicación, cuando el bondadoso zapoteca tuvo que dejar la ciudad capital e iniciar un recorrido por diferentes estados de la república, buscando obtener el máximo apoyo posible a la Manifestación del Silencio planeada para el viernes 13 de septiembre. Y fue así que en la madrugada del segundo día del citado mes, Yolanda se vio aquejada por intensos dolores a resultas de un fuerte cólico biliar. Su marido habló telefónicamente al consultorio en que laboraba y organizó todo para que tuviese lugar esa misma mañana una operación de urgencia. Doblegada por el dolor, Yolanda aceptó ser llevada al hospital, pero puso como condición pasar primero a ver a Regina.

La Reina de México escuchó con atención las explicaciones de Yolanda y las protestas de su esposo, quien consideraba que sólo estaban perdiendo el tiempo en lugar de llegar cuanto antes al sanatorio. Regina jamás había intentado recetar o curar a nadie de cuantos colaboraban con ella; esta tarea estaba encomendada a don Rafael, el cual la ejercía con singular pericia. Sin embargo, al parecer en esta ocasión se sintió obligada a tratar de hacer algo a favor de aquella joven que lloraba desconsoladamente al pensar que tendría que dejar de participar en el movimiento. Con su voz de sonoros tonos musicales, Regina afirmó:

—Por favor, denme unos minutos, déjenme ver si hay algún té que pueda sacarnos del problema.

En la cocina de la casa había una vieja alacena de color blanco, era ahí donde guardaba don Rafael la variada colección de plantas medicinales que utilizaba para sus curaciones. Regina observó con semblante dubitativo los manojos de apretadas hierbas alineados en bien ordenadas filas. Dirigiéndose al parecer a don Miguel —que se encontraba junto a ella— pero hablando más bien consigo misma, inquirió:

—¿Cuál sería la siguiente hierba que don Rafael pensaba darle?

—La verdad no tengo ni la menor idea —respondió el supremo guardián de la tradición náhuatl.

La vacilación de Regina duró tan sólo unos instantes; con decidido ademán tomó un fresco atado de hierbas y lo alzó jubilosa. Al observar las hojas de la planta seleccionada, don Miguel comentó:

—Esa es hierbabuena y, que yo sepa, no se utiliza en el tratamiento de los enfermos de bilis.

—Pues si es hierbabuena debe ser buena para todo —contestó Regina con segura convicción, al tiempo que con rápidos movimientos llenaba de agua una pequeña cacerola, depositaba en ésta la hierba y colocaba el traste en una hornilla prendida de la estufa.

Y entonces ocurrió el prodigio. La simple tarea de preparar un té se transformó de pronto en un auténtico ritual. Regina bendijo primero por tres veces el brebaje, luego comenzó a musitar con fervor aves Marías y un mantram tibetano ("Om Tare Tu Tare Tura Soja") dedicado a Tara, la deidad femenina tutelar del Tíbet. Al empezar a hervir el agua, la Dakini dio inicio a un animado diálogo, explicando a la infusión la importancia de la tarea que debía realizar. Los sonidos que producía el hervor del agua parecían responder de alguna forma a las peticiones y recomendaciones que se le hacían. Se palpaba un mágico e indescriptible ambiente en todo el espacio que constituía la cocina transformada en santuario.

Dando por concluida la operación, Regina vació el contenido de la cacerola en un jarrito y se dirigió con éste a donde la aguardaba la enferma.

—¿Qué es esto? —preguntó el doctor Gallardo mientras arrebataba el jarrito de manos de Regina.

—Es una hierbabuena que me ha dicho que puede curar a su esposa. Respirando desconfianza por todos sus poros, el médico olfateó repetidamente el humeante té, procediendo luego a probarlo con pequeños sorbos. Repentinamente sus recelos parecieron disiparse; pasando el jarrito a Yolanda afirmó:

—No te servirá de nada, pero al menos no creo que te haga ningún daño.

En cuanto Yolanda concluyó de ingerir el té, su esposo la apresuró para que saliesen cuanto antes de la casa. La joven se fue diciendo que si bien iría al sanatorio para cumplir la promesa hecha a su marido, no permitiría se realizase la intervención quirúrgica sin que previamente le fuesen tomadas nuevas radiografías que demostrasen que ésta era estrictamente necesaria. El matrimonio retornó al anochecer del mismo día. Yolanda mostraba jubilosa a quien quisiese ver varias placas radiográficas en las que su vesícula lucía perfectamente sana. Con expresivos gestos y burlonas frases imitaba a los médicos que habían tenido que reconocer la desaparición de los cálculos y, por ende, la inutilidad de pretender realizar la proyectada extracción de los mismos. Regina manifestó una gran alegría al conocer la buena nueva, expresando también su satisfacción de que Yolanda pudiese proseguir colaborando activamente a favor del Movimiento.

El té de hierbabuena elaborado por Regina no sólo había disuelto los cálculos de la vesícula de Yolanda; también deshizo el antagonismo que prevalecía en el doctor Gallardo en contra de los ideales que animaban a su mujer. A partir de ese día, ambos esposos fueron un solo ser, unificados por un común propósito: colaborar con todas sus fuerzas en la misión de lograr el despertar de México. Cuando Regina se vio precisada a optar por el sacrificio como recurso extremo para alcanzar dicho fin, la pareja coordinadora del centro de mexicanidad de la Colonia del Valle no vaciló en ofrecerse como voluntaria para el ritual de sacrificio. Yolanda y Javier perecieron el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco. Sus familiares jamás pudieron saber qué se había hecho con los cuerpos.

La remembranza de la anterior anécdota tiene como propósito resaltar el hecho de que, en contra de lo que usualmente tendemos a suponer, los esfuerzos para intentar sacralizar nuestra existencia no deben limitarse a unos cuantos momentos especiales —como es el caso de la participación en rituales y ceremonias—, sino que dichos intentos deben efectuarse en forma permanente al mismo tiempo en que se ejecutan las más modestas actividades. Sólo así colaboraremos realmente en la creación de esa Nueva Era que se vislumbra ya en el cercano horizonte y cuya característica central, como ha quedado dicho, puede resumirse en tan sólo cinco palabras:


EL RETORNO DE LO SAGRADO


Fuente: Antonio Velasco Piña, El Retorno de lo Sagrado